I
El
resplandor del atardecer se filtraba por los minúsculos agujeros de
la pared de ladrillo, aún sin terminar. Al principio, Silvia creyó
que eran estrellas los puntos luminosos que destellaban frente a
ella, pero luego se dio cuenta que estaba tirada en el piso de su
propia casa, en las baldosas traslúcidas de la cocina y junto al
tacho de basura. Intentó abrir completamente los ojos, pero un
fuerte dolor de cabeza la hizo llevar la mano al rostro para
cubrirlos. Un profundo olor a ron la invadía, pensó que era el
ambiente, luego notó que ella misma lo emanaba de su ropa. Un humo
negrusco provenía del fogón así que se levantó despacio y apagó
las hornillas que consumían lo poco que quedaba del almuerzo. Miró
el reloj colgado sobre la pared de la chimenea, eran casi las seis de
la tarde.
Las
piernas le temblaban, pero como pudo avanzó al baño. No recordaba
nada de quince minutos atrás, aunque ubicaba perfectamente lo
ocurrido esa mañana; lentamente trató de repasarlo mientras el agua
tibia le reanimaba los músculos de su débil cuerpo. Se había
levantado temprano, como todos los días, despertó a Will con un
beso y a su hijo con caricias, hizo el desayuno, sirvió café a su
esposo, jugo de naranja a Jhon y puso dos tabletas de vitaminas al
lado de cada uno. Luego, tomó las llaves del auto y todos salieron.
Ella condujo. Dejó a Will en el trabajo y a Jhon en el colegio. Fue
al mercado; compró pescado, especias, legumbres y frutas. A las diez
de la mañana regresó a la casa y se puso a cocinar, montaba las
ollas cuando la distrajo el teléfono. Entonces notó que no
recordaba nada más, solo murmullos incesantes que taladraban su
cerebro abrumándola más en la confusión. Revisó la ropa que se
había sacado y que aún estaba tirada en el piso del baño, pensó
que tal vez encontraría una respuesta que le aclarara en algo lo que
le estaba ocurriendo, extrajo un pequeño recibo arrugado y húmedo
del bolsillo del pantalón: “Motel
Río Bravo ¡Su placer es el nuestro!”
Cayó de rodillas en el piso de la tina, su rostro desdibujado por la
vergüenza se bañó en lágrimas; trató de ubicar los recuerdos de
aquello que tanto temía, pero ninguno acudió a su mente.
II
La
comandancia era un hervidero de gente esa mañana. Abogados,
patrulleros en relevo de guardias, empleados de la fiscalía y
familiares que pugnaban por ver a sus presos demostraban que la fría
ciudad no se daba abasto con los criminales. En medio de la agitada
oficina un hombre de mediana edad vestido como camionero, con rostro
plano, nariz chata y grandes gafas escuchaba una mala noticia por
parte del inspector Malloy: “Fuimos al motel Río Bravo llevando
una foto de tu mujer Will... – dijo el hombre de ley en tono
grave– Pero el dueño y varios testigos nos dijeron que había
llegado cerca del medio día con un hombre alto; y que entre ellos no
se vio el menor indicio de que hubiese entrado por la fuerza... Creo
que será mejor que hables con Silvia y resuelvas este problema en
casa amigo”.
El
rudo hombre se limpió las lágrimas de indignación del rostro y sin
pronunciar palabra se marchó de la comandancia mientras el Inspector
lo obsequió con una mirada indulgente. Malloy se guardó el resto de
información del motelero, no quiso decirle que ese día había
entrado varias veces con individuos diferentes y menos que era lo que
ellos llamaban “una clienta habitual”; para un hombre que amaba a
su mujer como lo hacía William el solo hecho de descubrir que había
entrado con uno ya era suficiente como para dejarlo sin corazón.
Will
salió del edificio y subió a su camioneta, se quedó mirando una
foto de su mujer que colgaba del retrovisor y golpeó fuertemente el
volante con sus toscas manos. No entendía como había podido creer
en ella, talvez por sus grandes ojos tiernos y su mirada sin mácula.
Manejó por la carretera que lo conducía a casa y recordó de pronto
cuando estando recién casados compraron la vivienda. Silvia se había
enamorado de la construcción que estaba rodeada de violetas y
pensamientos y William la adquirió sin replicar en el precio. Eran
el matrimonio perfecto, ella, aunque tímida e insegura, era dulce y
estaba llena de amor por su esposo; él, un seminarista retirado que
había claudicado a su fe por un amor diferente al de Dios, talvez
terrestre, mundano y mortal, pero igual de divino. Recordaba algo que
ella le había dicho cuando se conocieron en aquel café
universitario: ¡Tu podrías enseñarle a cualquiera a ser bueno! Y
con esa sencillez lo conquistó, dos meses después Will dejaba el
seminario para entrar en una iglesia de una forma diferente a la que
había imaginado, de la mano de su futura esposa. Quedó embarazada
casi enseguida y nueve meses después nació Jhon con su mismo rostro
de lirio pálido.
Habían
tenido diecisiete años de matrimonio feliz y pleno en todos los
aspectos. Silvia era una mujer sensible, tierna, comprensiva y
hacendosa, Will nunca tuvo queja alguna. A medida que iba saliendo de
la ciudad y pensaba en su forma de ser, en como lo despertaba por las
mañanas, en su ternura infinita, en su manera de atender a Jhon, en
su delicadeza. Fue entonces cuando lo atacó la duda: ¿Y si no era
culpable? ¿Y si realmente no recordaba como había llegado hasta
allí? Entonces no tardó mucho en disculparla. ¡Es que no podía
ser que actuara con tanta hipocresía! ¿Cómo podría existir
perversidad y malicia en un ser como ella? ¡No! ¡No en la dulce
Silvia! Debía ser inocente sin duda, - ¡Sí! - definitivamente
debía serlo. Dio vuelta por una abertura en el camino que lo condujo
hasta un claro entre los árboles en donde estaba la casa y parqueó
junto a las violetas recién abiertas.
Entró
por la cocina, la halló desierta y aunque la radio encendida y la
cafetera silbando en la lumbre revelaba la presencia de su mujer, no
pudo encontrarla por ningún lado. Revisó el garaje, la salita de
lectura, el jardín y el comedor. Subió y echó un vistazo en los
baños y en el cuarto de Jhon. Avanzó hasta la habitación
matrimonial, algo lo detuvo un instante, un frío que lo espeluznó,
pero finalmente entró abriendo la puerta de par en par, allí
encontró a su ángel, tendida en el piso, envuelta en un charco de
sangre que salía de sus muñecas, inconsciente y muy débil, pero
aún con vida. La tortura apenas empezaba.
III
Casi
podía olerse la madera de nogal del viejo escritorio. Sobre el noble
mueble había fotos y recuerdos de los pacientes restablecidos. Una
pared con dibujos infantiles delicadamente enmarcados y un anaquel
con fotografías antiguas le daban un aire casero al entorno, aunque
no lograban alejar al visitante de la sensación de estar en un
consultorio médico.
Daniel
Harper era un hombre de rostro apacible y mirada franca, trataba
siempre de ganarse la confianza de sus pacientes antes de intentar
cualquier acercamiento en calidad de médico. Detestaba comenzar una
sesión con el cliché: “Pase y recuéstese por favor”, prefería
las terapias iniciadas con una taza de café y una conversación
sincera en un lugar alejado del diván.
Recordaba
la primera vez que Iris cruzó la puerta del salón de espera y entró
en su consultorio acompañada de su tío Will. Era tan pura, tan
inocente. Tenía la piel sedosa y la figura como de espiga de arroz;
sonrisa clara como de agua de manantial y los ojos de un vivo color
aceituna, pero su rostro, era el de la tragedia.
El
Dr. Harper tenía ya algo de experiencia con ese tipo de casos,
aunque nunca se había enfrentado a un reto como el que representaba
la pequeña Iris.
La
criatura sufría de lagunas mentales, una condición muy seria para
su edad. Muy a menudo se encontraba en lugares desconocidos con gente
extraña sin el más mínimo recuerdo de cómo había llegado hasta
allí. En todas las ocasiones en que aquello le había ocurrido sólo
recordaba unos extraños murmullos que creía haber escuchado
minutos antes de perder la conciencia.
El
médico vestía su uniforme fresa con dibujos de dinosaurios, aquel
que usaba cuando la niña llegaba. La pequeña lo hacía reír, a
menudo jugaban damas chinas o monopolio mientras sostenían largas
pláticas; eso cuando tenía ganas de jugar porque a veces llegaba
triste y simplemente se sentaba a ver correr la lluvia por los
cristales. Decía que los días nublados la ponían melancólica.
Harper
sabía ya que la niña tenía diez años, que había asistido a una
estricta escuela católica de un poblado cercano y que antes de
llegar con Will había vivido con su madre y su padrastro, un capitán
de barco retirado, profuso bebedor y padre de dos hijos que se había
casado con la viuda cuando Iris contaba con cinco años. Ella
preguntaba constantemente por el tío Will, ignoraba por qué ahora
vivía con él aunque estaba claro que no era su padrastro. - ¡Jesús!
- ¡Menos mal que no lo era!- Sus días de visita, siempre repentinos
eran impredecibles; bien podían terminar con un juego de mesa o con
una revelación terrible de los secretos que ocultaba en lo más
profundo de su mente.
El
temor reflejado en el rostro y la voz temerosa de la criatura
hicieron que el médico se estremeciera en su silla, entonces decidió
sacarla de la hipnosis.
-
Uno, dos y tres. Un leve chasquido le hizo abrir los ojos húmedos.
Ella
abrazó a su doctor que la consoló tiernamente, pasando con dulzura
la mano por sus cabellos rubios.
Un
poco más recuperada pasó su manito por los ojos secándose el
rostro, el médico la interrogó.
¿Te
sientes mejor?
Si...
mejor... – dijo la niña. ¿Por qué estaba llorando?
Ya
no tiene importancia... ¿Quieres que el tío Will te lleve a casa?
Si...
quiero ver a Jhon antes de que se tenga que ir a la cama...
Se
bajó del diván y avanzó hasta la puerta que daba a la recepción
en donde Will trataba de componer los retazos de su rostro y de
comprender aquel panorama confuso en que se había convertido su
existencia.
Will
observó al médico que hizo un ademán de aprobación antes de
contestar.
La
niña salió del consultorio aún triste, sin embargo, no olvidó
lanzar un beso al médico antes de salir y despedirse de la
enfermera. Los hombres la vieron marcharse.
-
¿Se siente usted bien? – preguntó el doctor al hombre - Le puedo
recetar un medicamento si desea.
Will
salió cabizbajo y meditabundo arrastrando su pesar como un fantasma
carga con sus cadenas eternamente, como un condenado a muerte,
trastornado y lánguido, dobló la esquina del recibidor y
desapareció por el pasillo.
IV
Silvia,
ya más restablecida, cambiaba los vendajes de sus muñecas en la
salita de lectura, había estado tranquila toda la tarde. Su día
había sido el acostumbrado, dejar a su marido en el trabajo y a su
hijo en la escuela, las compras, la comida, el arreglo de la casa, lo
único diferente fue que debió atender al hombre que terminaba de
enlucir la pared de la cocina, pero hasta esa pequeña visita le
había hecho bien. Eran las tres, Jhon estaba a punto de llegar de la
casa de un amigo de la escuela. Silvia recordó que aún le faltaba
el aderezo de la ensalada que tanto le gustaba a su hijo y se
apresuró a terminar para salir un instante a la tienda, casi
finalizaba cuando escuchó un grito que provenía de la cocina.
Corrió
desbocada ante la voz desesperada de su hijo que parecía predecir
una tragedia y en un instante estuvo parada frente al chico que
observaba un montón de platos rotos en el suelo recién pulido.
¡Jhon!
¿Por qué has hecho esto?
¡Pero
si yo no fui mamá!
Entonces
a lo mejor fui yo... ¿verdad? ¡No mientas!
¡Pero
mamá...!
¡A
tu cuarto! ¡Te quedarás allí hasta que llegue tu padre!
El
muchacho avanzó con aire de resignación y subió las escaleras.
Silvia disponía de una gran bolsa para guardar los desperdicios a
los que había quedado reducida su mejor vajilla cuando se escuchó
el portazo del cuarto de Jhon. Y pensar que hasta le había dado
permiso para ir a la casa de un compañero del colegio aún en contra
de las órdenes de Will. ¿Pero qué le estaba pasando?
¡Habrá
que corregirlo! – pensó- ¿Y quién mejor que su padre para
hacerlo? Si, hablaría con él y le contaría lo ocurrido con los
platos.
V
El
amanecer dejaba entrar la luz por las ventanas del piso superior de
la casa, por detrás de las colinas, el disco inflamado hacía su
aparición apoderándose del cielo. Will se asomó y observó las
violetas.
Rebecca,
acostada en la cama, al lado de la ventana, trataba de despojarlo de
sus pijamas.
Jhon
tiene que ir a la escuela... – dijo él en tono leve-
No,
no... dale dinero al chico y que trague en la puta escuela... ¿Por
qué no vienes acá y nos quedamos todo el día entre las sábanas?
Ella
lo tumbó en la cama boca arriba y lo montó con pericia.
Y
se dejó acariciar por aquella extraña que descubrió en su cama esa
mañana, hasta que el recuerdo de su mujer lo hizo reaccionar
intempestivamente.
La
mujer rió a carcajadas mientras tomaba un cigarrillo de la mesa de
noche de Will.
Will
la tumbó en la cama de un manazo y salió del cuarto alejándose por
el corredor orquestado por las carcajadas distorsionadas de la
mujerzuela y el humo del tabaco que expedía por sus fauces.
Minutos
después, Will besaba a su esposa en la frente mientras la suave
brisa dejaba entrar el aire perfumado de violetas por la ventana de
la sala.
VI
El
atardecer caía en el campo y el aire empezaba a enfriar, Jhon, de
pie en la puerta, bebía un sorbo de café mientras observaba a la
joven juguetear divertidamente. Se enredó en el suéter de mullida
lana azul antes de acercarse. Estaba alto... era casi un hombre
cuando descubrió a la extraña joven que se columpiaba en la entrada
de su casa.
-
¡Yo rompí los platos! - Dijo ella cuando lo vio acercarse.
El
chico la observó por algunos minutos.
Movía
las piernas como una chiquilla, perdía la mirada de vez en cuando
entre los árboles como buscando alguna ardilla traviesa y se mordía
las uñas de la mano izquierda. Al final el joven atinó a preguntar
algo.
¿Por
qué lo hiciste?
Porque
tu papá me echó la culpa de haberte dado permiso para que fueras a
casa de tus amigos luego del colegio.
Pero
si tu...
Fue
Silvia, ya lo sé... – interrumpió ella.- ¡Pero fue más fácil
echarme la culpa! ¡¡Estoy harta de que me culpen de todo lo que
ocurre!!
Jhon
bebió un largo sorbo de café. - ¿Quién eres? – preguntó algo
confundido.-
-
Cindy -
¿Y
dónde está mi mamá, Cindy?
Adentro,
con las demás... ellas no quieren que salga... – susurró en
secreto.-
¡¿Ellas?!
Shuuu...
son muchas... muchas... hay que tener cuidado... no debemos hacer
ruido, si Olga nos escucha... podría matarla o esconderla y nunca
más volverías a verla...
¿Quién
es Olga? – preguntó el joven.
¡Ella
es mala! – respondió.-
¿Le
contarás a mi padre lo de los platos? Él cree que fui yo...
¡No
lo haré... que te culpe igual que me culparon a mí!
¿Quién
te culpó?
Todos...
mis maestros... la hermana Azucena... ella siempre dice que yo soy la
culpable de todo... hasta de... guardó silencio un minuto mientras
reproducía alguna imagen congelada en algún resquicio de su
memoria.
¿De
qué? – dijo Jhon intrigado.-
Y
observó las primeras lágrimas aparecer en el horizonte de sus ojos
verdes. Sintió deseos de consolarla, dejó la taza en la escalera y
la abrazó fuertemente, ella sintió sus firmes brazos y
correspondió. Se parecía tanto a su padre.
Pero
abruptamente se rompió el contacto y lo apartó con tanta violencia
que casi lo tiró cerca de la escalera. Cindy se llevó las manos a
la cabeza mientras gritaba desesperada.
¡Diles
que se callen!
¿A
quiénes? – preguntó el joven.-
¡A
los murmullos! - No... no quiero ir con ustedes... ¡váyanse!
¡Váyanse!
Y
la muchacha desapareció por la puerta de entrada de la casa tumbando
la taza de café que se estrelló contra el piso manchando algunos
pensamientos.
VII
¡Ella
no vendrá! –
Dijo
la anciana sentada en el enorme diván de cuero rojo del consultorio
y sosteniendo las manos en actitud de oración.
¿Por
qué? - Preguntó el médico.-
Ave
María purísima... No lo sé, pero no quiso y quizás sea mejor
así... ese demonio... ¡Jesucristo! – le tememos muchísimo.
¿Quiénes
le temen?
¡Todas!
¡Cada una!
Está
bien... – dijo el médico- Soy el doctor Harper... ¿Cuál es su
nombre?
Soy
la madre Azucena, del Convento de las Madres Conceptas del Sagrado
Corazón de María.-
-
Es un placer conocerla hermana... dígame, ¿Cuántos años tiene de
ordenada?
-
Cuarenta, ingresé jovencita en los caminos del señor, a los 16...
supongo que usted es el doctor de quien tanto hablan Iris y Cindy,
pero... ¿Para qué busca a Olga?
Deseo
conversar con ella...
¡Jesús!
¿No es usted uno de esos amigotes? ¿Esos que la inducen a hacer
cosas malas?
¿Cosas
malas? - Interrogó el médico.-
Si...
Olga hace cosas malas con la pequeña Iris y contra la pobre
Silvia... una vez la obligó a... Y la hermana se detuvo de
inmediato, como recordando alguna prohibición de alguien a quien
temía más que a nada bajo el cielo.
-
Oh... no puedo hablar de eso... las culpa de ser débiles, pero si
son dos almas de Dios... Iris, por ejemplo, es solo una niña y se
asusta de cualquier cosa.
¿De
qué cosas se asusta Iris hermana?
¡Le
tiene terror a su padre!
¿Al
Capitán Morgan?
Si...
bueno, él no es su padre es su padrastro... ¿Sabe? Pero él es un
hombre bueno, caritativo y creyente en la palabra del señor, pero la
niña dice que...
¡Oh
no Dios mío! ¿Qué iba a decir? No puede ser... ella es una
mentirosa compulsiva... ¿Sabe? Los niños de esa edad a veces se
vuelven muy mentirosos y si no los corregimos pronto pueden volverse
mitómanos.
¿Pero
por qué Iris diría mentiras hermana?
Porque
no le gusta su padrastro... El capitán es muy cristiano... muy
devoto... ¡No! ...tiene que ser una mentira de Iris, esa pequeña
bribona. Le he dicho del pecado, del fuego del infierno...
Y
empezó a persignarse en un acto involuntario y mecánico mientras
observaba una cruz de madera tallada que exhibía el médico en una
pared del consultorio. Le fue necesario a Harper tomarla firmemente
por los hombros para hacerla reaccionar.
Hermana...
¡Dígame! – Las palabras del médico alteraron a la mujer.
¡Santo
Dios...! ¡Es un buen hombre! ¡No es cierto lo que ella dice!
-
Madre... – dijo el médico.- Silvia está enferma y debemos curarla
si no lo hacemos morirá... pero antes debo saber que fue lo que la
enfermó... ¿Qué hace el Capitán con Iris? ¿Ella se lo ha dicho?
Pero
el pensamiento de la hermana estaba lejos ya, susurraba extractos
bíblicos, frases salomónicas y textos benditos que la mantenían
segura y lejos del mal, a ellos acudía cuando sentía miedo. De
pronto se llevó las manos a la cabeza y se estremeció.
¡¡¡¡Allí
están otra vez!!!! - Harper la soltó.-
¿Quienes?
- Dijo el hombre.- ¡¿Quiénes?!
Los
murmullos... - dijo la mujer asustada.- ¡Esos murmullos que vienen
cuando otra se acerca...!
Y
tronaron con fuerza las palabras de la anciana que imbuida en el gris
hábito que le infundían sus creencias recitaba: ¡Padre nuestro que
estás en los cielos, santificado sea tu nombre...!
CONTINUARÁ...