A
mediados de 1977, Guayaquil era una perla que tímida surgía acunada
por el Guayas. Lentamente despertaba como de un sueño a las
comodidades del mundo moderno. Las casas comerciales presentaban el
revolucionario “acondicionador de aire” muy propicio para la
temporada, pues el verano empezaba a obsequiar un clima sofocante;
las mujeres disfrutaban de la llegada del crepé de seda que traían
los conocidos almacenes Chedraui y una nueva bebida iniciaba su
campaña de introducción en el país bajo el eslogan “La chispa de
la vida”. Una epidemia de rabia ocupaba a las autoridades que a más
de atender la emergencia médica se alistaban a firmar un contrato
para que se probara algo llamado “pavimento” que finalmente
retiraría de las calles el aspecto polvoriento de pequeño pueblo
otorgándole a la ciudad reflejos de gran urbe.
Este
era el Guayaquil de Ramón Ojeda, las mismas calles que veía todos
los días desde el parabrisas del bus de la línea siete que cruzaba
el suburbio hasta el centro y de regreso.
Ramón
tenía una bonita familia y no le gustaba salir de noche dejando sola
a la prole, pero la enfermedad de su pequeña lo obligó a prestar un
taxi a uno de sus amigos aventurándose en el recorrido nocturno,
recogiendo noctámbulos para hacerse unos centavos extra.
Eran
las siete cuando pasó por la casa de Alfredo Llerena, amigo de
tragos que además, era dueño de un taxi. Antes de retirarse con la
unidad preguntó al dueño del vehículo que calles eran más
productivas dentro del recorrido nocturno, el amigo le dio su
itinerario anexando a este una pregunta que a Ramón le pareció de
lo más extraña.
Ramón…
¿Crees en las almas en pena?
Ramón
lo miró un instante por debajo de las grandes lunas de sus lentes
antes de responder.
-
Yo no creo más que en lo que puedo ver y tocar amigo. -
¡Qué
bueno! – dijo entre risas el dueño del taxi. - Pero de todas
formas, valga la advertencia, para que no digas luego que te mandé
más ciego que un murciélago.
Si
después de la media noche, cerca del antiguo Banco de Descuento,
recoges a un caballero antiguo que te pide que lo lleves al
cementerio, no le cobres el pasaje, solo despídete de él diciendo
“Buenas noches señor Presidente” y mete el acelerador hasta el
fondo. ¡Te aseguro que después de esta noche vas a creer hasta en
Sansón melena!
Y
soltando una carcajada le entregó las llaves del vehículo y empujó
la puerta del carro haciendo chirriar los goznes.
Ramón
se marchó pensando que las idioteces de su amigo eran solo eso, o
alguna broma de taxistas.
Hizo
cuatro carreras entre las siete y la una, era una madrugada
productiva y Ramón pensaba no terminar el recorrido sino regresar a
su casa a eso de las tres para dormir algo antes de la jornada en el
bus que comenzaba a las seis. Luego pensó que si toda la noche era
así de fructífera bien podía sacrificarse el resto de ella y
faltar al otro trabajo y continuó con el recorrido.
A
eso de la una y media pasó por Illingworth y Malecón y un caballero
con un portafolios lo hizo parar.
¡Al
Cementerio General por favor!
Y
dicho esto se embarcó en la parte de atrás.
El
hombre era chapado a la antigua, muy gentil, amable y conversador. Un
intelectual. Durante el recorrido charlaron sobre la situación
económica del país y de los gobiernos de antaño y, por supuesto,
de la época de Eloy Alfaro. Eran tantos los detalles con que pintaba
las escenas que parecía que él mismo las hubiese vivido. A Ramón
le intrigó de pronto por qué un caballero como él quisiese ir a
esas horas al cementerio y se lo preguntó:
¿Oiga
míster? ¿Y para que quiere ir a estas horas por “la casa blanca”?
¡Esa zona es muy peligrosa!
No
se preocupe, - le dijo- ¡Yo vivo allí!
Ramón
imaginó que el ilustrado pasajero vivía muy cerca del panteón, de
pronto en alguna de las casonas de la antigua “calle de los
lamentos” como se llamaba a esa vía por estar ubicados en
seguidilla, la primera iglesia de la ciudad, el Hospital, la cárcel
municipal y la última morada. A lo mejor el hombre vivía en alguna
callejuela de esas cercanas al panteón, que al no tener nombre,
hacía que los moradores tomaran a éste como referencia para ubicar
a los conductores.
De
pronto, sin saber porqué exactamente, recordó como en un sueño la
advertencia del dueño del taxi.
“...Si
después de las doce recoges a un caballero que te pide que lo lleves
al cementerio, no le cobres el pasaje solo despídete de él
diciendo, “Buenas noches señor Presidente”.
La
sangre helada pasó por sus venas temblorosas. Ya casi terminaba el
recorrido y la conversación seguía fluida, hasta que de pronto
llegaron a la puerta siete del cementerio…
¿Cuanto
le debo? – preguntó el ilustrado y docto caballero. –
Y
Ramón dudó un poco antes de responder:
¡Buenas
Noches Señor Presidente!
El
hombre le hizo una venia con la cabeza y se bajó del carro
encaminándose hasta la puerta del cementerio, Ramón lo miró
fijamente con curiosidad hasta que al llegar a las rejas de la
entrada, el hombre lo regresó a ver, lo saludó y se evaporó.
Más
blanco que la luna Ramón se bajó del taxi y lo buscó con la
mirada, de pronto un patrullero se detuvo y se le acercó:
¿Qué
le pasa amigo?
Ramón
no podía ni hablar, estaba muy asustado, el patrullero, un viejo con
algo de experiencia le preguntó:
¿No
me digas que trajiste un pasajero hasta aquí? ¿Un viejito con un
maletín y un sombrero alto?
¡Si!
- respondió el taxista.- ¡Y se metió al cementerio!
El
agente no podía ni hablar porque la risa no lo dejaba, mientras
Ramón no sabía ni como explicar lo inexplicable.
¡De
verdad! ¡Yo lo vi en la puerta y después ya no lo vi, no estoy
borracho! ¡Se lo juro!
De
pronto el agente recuperó el aliento. - Te creo, te creo. Ya ha
pasado antes, yo cubro esta ruta en las noches ya más de cuatro años
y he escuchado esa historia miles de veces. Ven acá, te voy a
mostrar algo…
Y
ambos se encaminaron hasta el portón…
Me
dijo que aquí vivía, pero yo pensé que era una broma o que vivía
en una casa de las cercanías. Dijo Ramón.-
El
no te mintió, aquí vive…
El
agente sacó una linterna y metió las manos entre las rejas, la
débil luz quebrantó la oscuridad y ante los ojos de Ramón apareció
un hermoso mausoleo, magnífico, bordeado de palmeras y en medio de
él un cofre muy grande.
¡Esa
es su casa! – Dijo el agente-
Pe…
pero esa es una tumba…
¡Si!
¡Es la tumba de Don Emilio Estrada! ¡Tuviste el honor de traer al
Presidente a su casa!
Ramón
lo miró con incredulidad.
Luego
el agente iluminó el enorme candado que cerraba la puerta.
A
ver sabelotodo… ¿Cómo pudo haberse metido por aquí? ¡Dime!
Ramón
tomó el candado entre sus manos y guardó silencio mientras el
agente se alejaba con un aire triunfante mascullando entre dientes...
¡Vámonos!
¡No sea que le den ganar de salir a pasear otra vez!
Ramón
soltó el candado y corrió detrás del agente, se subió en su taxi
y rápidamente puso marcha a la casa del burlón a buscar la
explicación del asunto. Después de la carcajada el amigo le echó
el cuento completo:
Víctor
Emilio Estrada Carmona fue presidente de los ecuatorianos por un
breve lapso, a pesar de esto la historia lo registra como un hombre
sin tacha, un gobernante digno que reunía todas las condiciones para
ser un mandatario de primer orden: honrado, circunspecto e influyente
en las decisiones del General Alfaro. Hizo concebir fundadas
esperanzas en toda la nación, pues fue un defensor de las libertades
públicas y jamás se aprovechó de las ventajas que le proporcionaba
la política. Desgraciadamente padecía de una lesión cardiaca que
le fue descubierta por el doctor Párker, al conocer esta dolencia el
General Alfaro le solicitó que renunciara a sus aspiraciones
presidenciales, pues consideraba que esta afección le impediría
ejercer el poder de una manera adecuada. Estrada se negó y en su
respaldo se produjo una reacción política y militar que culminó el
11 de Agosto de 1911 con la caída de Alfaro pocos días antes de
terminar su segundo período presidencial. Estrada asumió la
presidencia el 1 de Septiembre y terminó como estaba previsto,
tempranamente a los 56 años, el 21 de Diciembre de 1911, en
Guayaquil, cuando aún no había podido saborear completamente las
mieles del triunfo. Estuvo en el poder tres meses y veinte días.
Tuvo
participación en muchos negocios, uno de ellos fue el de gerente del
desaparecido “Banco de Descuento” situado en Illingworth y Chile,
desde donde todos los días tomaba un taxi que lo llevaba a su hogar.
Muchos años después de muerto se hizo popular esta leyenda entre
los choferes que recorrían la zona del centro por donde estaba el
antiguo Banco:
-
Quien recorriera pasadas la media noche las calles Illingworth y
Chile se encontraba de pronto con un gentil caballero vestido a la
antigua, barbado, con lentes angostos y un gran portafolios negro que
le hacía parar. Saludaba cordialmente y pedía que lo llevaran a la
puerta siete del cementerio. Sin preguntar el valor del pasaje se
subía a la parte de atrás. Todo transcurría normalmente, el amable
pasajero preguntaba al taxista sobre su trabajo y entre sus temas
favoritos estaban la política, las obras y problemas sociales, y
claro, la feroz crítica hacia sus opositores, además era gran
conocedor de la historia del país. Al llegar al cementerio el
hidalgo pasajero preguntaba la tarifa a lo que el chofer solo debía
contestar: ¡Buenas noches
señor Presidente! Para que
el muerto se vaya tranquilo y se meta en su fosa sin más problemas.
No había que temer porque si bien era un muerto no era problemático
ni espantador, parecía que ni siquiera estuviera enterado de que
estaba muerto. Su desaparición fue tan abrupta que se quedó con
ganas de hacer cosas buenas por el país, su alma no aceptó nunca el
final que tuvo y vaga por la madrugada haciendo su viejo recorrido
desde su trabajo hasta su “casa”-.
Mónica
Carriel Gómez
Tomado
del libro “Cuentos del chofer y la lavandera”.
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