Mucho
antes que el sol torne dorados los maizales y que los gallos se suban
a los platanales para anunciar con cantos el nuevo día, la vieja
hacienda de los Riera se invadía del olor a canela y naranjilla de
la colada de la abuela, el aroma revoloteaba entre las matas de
albahaca despertando a los animales y despabilando por completo a los
peones que se alistaban para marcharse a las faenas del campo.
La
casa donde me crié podría parecer, para cualquiera, un simple
rancho en el campo lleno de las costumbres de los montubios que la
habitaban y de los cuentos que inventaban las viejas frente al fogón
y la olla hervidora de ropa; pero para mi, esa vieja casona, era el
lugar más acogedor del mundo. Todo en ella, por más sencillo que
fuera, me agradaba; la sinfonía de grillos que alegraban las noches
con sus conciertos infinitos, los animales del monte que nos
observaban curiosos desde las sombras, los dulces cañaverales y la
musicalidad con que ondeaban al viento las matas de choclo, pero lo
que la hacía realmente especial era la presencia de Pancho "el
espantapájaros".
Pancho
tenía un aspecto hosco que provocaba extrañas sensaciones. Largo y
escurrido como una espiga de arroz, como un junco seco, encorvado;
con una barba entrecana que le llegaba al cuello y con un sombrero de
ala ancha tapándole las espesas y desordenadas cejas, caminaba
lentamente llevando recostada en el hombro su vieja escopeta y un
interminable cigarro hecho de puro tabaco arrancado al paso, con el
que apenas calmaba el vicio culpable que su piel tuviera cada día
más olor de estar quemándose por dentro. Sus torcidas canillas
cubiertas por unas largas botas de cuero llevadas siempre por fuera
del pantalón, daban la impresión de que anduviera montado en algún
caballo invisible; con el machete en el cinto y la camisa amarrada en
la cintura pa´ que no estorbe, deambulaba por los maizales
espantando a los mañosos que hurtaban las mazorcas en tiempos de
cosecha.
Era
todo un personaje el protagonista de la mayoría de cuentos que
inventaba a diario la campesina chiquillería atrevida; era un
filósofo, un científico empírico, un poeta frustrado, un cómico
vagabundo, un contador de historias locuaz, el mejor de los magos y
el más divertido de los amigos, Pancho "el espantapájaros"
era mi abuelo.
Su
basta descendencia creció en la finca Riera, oyendo al abuelo negro
cantar música africana con tambores y timbales mientras la abuela
blanca, más rubia que el trigal, entonaba hermosas melodías en
francés aprendidas de sus padres. Y es que ella era el fruto de una
adinerada familia Europea que había emigrado al país a finales del
siglo XIX. Empeñados en que sus tres descendientes no se fijaran en
cualquier aborigen de la nueva tierra, los mantuvieron siempre
alejados de los realengos, pero inútil fue tratar que la niña María
se separe del peón negro que le endulzaba la oreja entre las matas
de yerba buena, sembradas en el borde de su ventana y que terminó
robándosela una noche de luna llena, así como también fueron
inútiles las súplicas de los padres para que volviera. María se
olvidó pronto de su ilustre abolengo y de sus finas raíces,
agachada en el fogón moviendo la colada o preparando la comida de
los puercos parecía una montubia nacida en cualquier parcela entre
el monte y la maleza, lo único que conservaba de su antigua vida,
eran los cantos en francés que entonaba de vez en cuando y que
hacían que los animalitos se acercaran a ella como consolándola por
la tristeza que le provocaban sus recuerdos.
Tenía
mi abuela muchas manías aprendidas de los campesinos montubios, pero
unas de las más férreas eran las supersticiones. Cuando el viento
soplaba ponía a hervir canela y yerba buena para espantar los malos
espíritus que trajera el ventarrón y cuando llovía a cántaros
cocinaba un manojo de albahaca y un puñado de arroz en cáscara para
que la lluvia cesara sin ocasionar daño a las cosechas, pero cada
vez que encendía una vela o conversaba con algún espíritu, mi
abuelo la reprendía, le apagaba las veladoras y le escondía los
santos mientras le preparaba alguno de sus brebajes para asegurarse
que no fuera a perder la poca cordura que le quedaba.
Era
normal que siendo mi abuelo el capataz de la hacienda, se mantuviera,
en ocasiones, ocupado en alguna faena agrícola que lo alejaba de la
casa, pero ella siempre sabía que otras “faenas” pudieron
entretenerlo por ahí, entonces ponía a San Antonio parado de
cabeza, guindado dentro del guarda-frío y el santo, tan solícito
como era en esos menesteres, siempre cumplió la súplicas, mas una
noche de frío invierno, en que la lluvia no cesaba ni con albahaca
ni con arroz “el espantapájaros” no regresó.
Lo
esperamos toda la noche mientras la abuela, sentada en su mecedora en
el patio, no alejaba la vista del camino de la ciénaga por donde se
había marchado.
Tres
días aguardamos por su regreso, tres días se pudrió la comida
servida en la mesa de tronco de nogal y tres días le duró a la
abuela la paciencia, al final del tercero, cuando la lluvia y el
viento volvieron a cabalgar impetuosos por los sembríos, ella se
levantó de su silla y entró en la casa deshecha en llanto.
-¡Lo
mataron los Ortiz! -Gritó- ¡A mi negro lo mataron los malditos
Ortiz!-
Caminó
hasta el fogón, tomó la olla de los sortilegios con sus manos
desnudas y la volcó en las brazas, luego corrió hasta su cuarto
seguida de sus hijas y sus nietas con las que se encerró en un rezo
perpetuo.
Los
que estábamos reunidos en torno a la mesa nos quedamos petrificados.
¿Habría
alguien traído la noticia? O peor aún... sus despojos... pero no,
era sólo un mal augurio, aunque viniendo de Doña María bien podía
tratarse de un certero presentimiento de muerte. Guardamos la
compostura y nos mantuvimos en medio de un silencio sepulcral,
sumidos en nuestros más profundos pensamientos, hasta que Francisco,
uno de los nietos mozuelos que había llegado conmigo de la capital
después de años de ausencia, lo rompió con una pregunta que
parecía sencilla, pero que en el fondo no lo era tanto.
-¿Quiénes
son los Ortiz?
Lo
miramos asustados, pero nadie se atrevió a contestar recordando una
antigua prohibición de la abuela, hasta que Severo, segundo al mando
de la hacienda y entre los peones el más rudo y tosco contestó.
-¡Son
ros muertos der Mataparo!-
-
Hace años los dos marvados hermanos se retaron por er amor de una
mujer y terminaron despedazándose, desde entonces, cada vez que hay
tormenta se escuchan ros machetes de ros Ortiz azotando er tronco der
árbor en donde murieron. -
En
ese momento, tres golpes secos retumbaron en la distancia, nos
levantamos de la mesa mirando hacia la puerta con los dientes
apretados, los puños cerrados y conteniendo el aliento. Fue entonces
cuando, como movido por un resorte me negué a seguir prolongando
aquellas teorías insulsas con las que había crecido y ante el
asombro de todos, me puse las botas y el impermeable, me coloqué el
machete en el cinto y abrí la puerta disponiéndome a salir…
-¡No
tenemos por qué dar al abuelo por muerto, seguro está por allí
entretenido en algún follón o en algún velorio!-
-
¿A onde va er patrón? –Pregunto Severo.- Acuérdese que son
muchos ros que han ido y nunca vorvieron…
Lo
miré con más lástima que coraje.
-¡Voy
a buscar al abuelo y lo voy a traer vivo, a él y a tus malditos
Ortiz!
Todos
me miraron fijamente, unos con miedo y otros con la pena de quien se
despide de alguien que nunca volverá a ver, pero nadie dijo nada,
finalmente salí de la casa y en medio de la lluvia y el frío tome
el camino de la ciénaga y me interné por el estrecho sendero que me
conducía al árbol madre.
Caminando
por horas, chacoteando el agua de los charcos y cortando el monte con
el machete, recordaba mis andanzas con “el espantapájaros”
cuando era un mocoso... Me llevaba corriendo por las plantaciones,
montado en su espalda o a horcajadas sobre sus hombros, haciéndome
creer que galopaba en algún mágico caballo de ébano; me dormía
haciéndome hamacas con los bejucos de los troncos y me asombraba
sacándome granos de café de las orejas cuando lloraba. Iluminado
débilmente por la luna y tratando de escuchar, a través de la
lluvia, algo que me guiara por el camino, llegué a un tramo donde el
sendero era cortado por otro, me detuve, miré por unos minutos, a lo
lejos, el sendero por donde venía y lo ví terminar en un caserío,
entonces regresé la vista al otro camino, de pronto cayó del cielo
una detonación estruendosa que parecía haber partido el cielo en
dos y en medio de los destellos luminosos de la tormenta descubrí al
matapalo, que imponente, se levantaba al final del sendero aparecido.
Respiré
profundo, sostuve fuerte el machete y avancé entre las matas, el
viento comenzó a soplar con fuerza y a silbar a su paso moviendo los
árboles y los arbustos, escuché a lo lejos los golpes secos, que se
confundían con los sonidos de la tormenta, me detuve y recordé la
leyenda que desde hace mucho tiempo atrás se contaba en la comarca:
“Los
Ortiz” era una familia de ocho hermanos varones a los que solo les
sobrevivía la madre. Violentos y desalmados, cualquier montubio
machuco sentía la sangre en los pies cuando alguno de ellos osaba
poner sus ojos en alguna de sus hijas; pero la niña Rocío, un ángel
de bondad y ternura, conquistó el duro corazón de los dos mayores.
Por mucho tiempo la cortejaron con buenas intenciones, pero como la
niña no se decidía por ninguno, Favio, el más malo, se robó a
Rocío y la violó en el monte cerca del río, días después
descubrieron el cadáver de la niña entre los matorrales, la
montubiada enardecida los buscó sin suerte. César, el otro hermano
pretendiente siguió como bestia de caza por meses el rastro de Favio
hasta que lo encontró, monte adentro, envuelto en sus miserias y
viviendo como un animal, debajo del frondoso árbol, allí mismo,
como fieros enemigos, los rivales se descuartizaron tiñendo de rojo
el tronco y las raíces del matapalo.
Los
cañonazos de los golpes secos, mucho más fuertes que antes, me
trajeron nuevamente al presente en donde continuaba parado sin lograr
moverme, de pronto, un rayo cayó muy cerca de mi obligándome a
despabilarme por completo y a continuar mi camino. Seguí por el
sendero serpenteante, los golpes se escuchaban ahora como verdaderas
detonaciones que se disparaban muy cerca de mis oídos. Avancé más
hasta que me encontré con el descomunal fantasma de madera.
Contemplé por un minuto su monstruoso tamaño y volví a escuchar
los fantasmagóricos golpes, busqué por los alrededores apoyándome
en el tronco, cuando el espantoso ruido hizo su aparición
nuevamente, pude sentir como el árbol cimbraba con cada una,
entonces comencé a trepar agarrándome fuertemente de las ramas,
había subido casi cuatro metros cuando de pronto me quede perplejo y
sin aliento, ante mis ojos aparecieron por fin quienes por muchos
años habían provocado el miedo de la gente y las plegarias de las
viejas... ¡Los malditos Ortiz!
Furioso
tomé mi machete del cinto y corte los bejucos, que enredados entre
si, habían desarrollado en los extremos unas duras estopas que le
colgaban como descomunales aretes al matapalo y que cuando el viento
soplaba, azotaba con fuerza, eso, sumado al eco natural y a la lluvia
provocaban que los macabros sonidos se extendieran, apareciendo así
los “machetazos” que alimentaban la famosa leyenda.
Cuando
me bajé del árbol la lluvia casi había cesado y la tenue luz del
alba se apoderaba de la naturaleza en torno, recogí las estopas y
los bejucos pensando llevarlos como trofeo y me dispuse a marcharme,
casi había olvidado al abuelo, cuando una mano morena y mas añosa
que el mismo tronco del árbol me agarró por el hombro obligándome
a voltear.
-Eso
mismo quería hacer este viejo… -dijo el espantapájaros- …Pero
me caí y me astillé la mardita pata.-
Reímos
a carcajadas por varios minutos, luego lo cargué en mi espalda como
hacía él cuando yo era pequeño y nos alejamos por el sendero de la
ciénaga. Nunca supe que se hicieron las estopas y los bejucos, pero
mi mayor premio fue no volver a escuchar los machetes de los malditos
Ortiz, aunque algunas veces, cuando hay luna llena, hay quien dice
que se puede escuchar a la dulce niña Rocío cantando cerca del río
y hay también quien dice que la ha visto volar con alas de ángel.
Mónica
Carriel Gómez
Tomado
de “Cuentos del chofer y la lavandera”
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