sábado, 7 de septiembre de 2013

CUENTO "BUENAS NOCHES SEÑOR PRESIDENTE"


A mediados de 1977, Guayaquil era una perla que tímida surgía acunada por el Guayas. Lentamente despertaba como de un sueño a las comodidades del mundo moderno. Las casas comerciales presentaban el revolucionario “acondicionador de aire” muy propicio para la temporada, pues el verano empezaba a obsequiar un clima sofocante; las mujeres disfrutaban de la llegada del crepé de seda que traían los conocidos almacenes Chedraui y una nueva bebida iniciaba su campaña de introducción en el país bajo el eslogan “La chispa de la vida”. Una epidemia de rabia ocupaba a las autoridades que a más de atender la emergencia médica se alistaban a firmar un contrato para que se probara algo llamado “pavimento” que finalmente retiraría de las calles el aspecto polvoriento de pequeño pueblo otorgándole a la ciudad reflejos de gran urbe.

Este era el Guayaquil de Ramón Ojeda, las mismas calles que veía todos los días desde el parabrisas del bus de la línea siete que cruzaba el suburbio hasta el centro y de regreso.

Ramón tenía una bonita familia y no le gustaba salir de noche dejando sola a la prole, pero la enfermedad de su pequeña lo obligó a prestar un taxi a uno de sus amigos aventurándose en el recorrido nocturno, recogiendo noctámbulos para hacerse unos centavos extra.

Eran las siete cuando pasó por la casa de Alfredo Llerena, amigo de tragos que además, era dueño de un taxi. Antes de retirarse con la unidad preguntó al dueño del vehículo que calles eran más productivas dentro del recorrido nocturno, el amigo le dio su itinerario anexando a este una pregunta que a Ramón le pareció de lo más extraña.
Ramón… ¿Crees en las almas en pena?

Ramón lo miró un instante por debajo de las grandes lunas de sus lentes antes de responder.

- Yo no creo más que en lo que puedo ver y tocar amigo. -

¡Qué bueno! – dijo entre risas el dueño del taxi. - Pero de todas formas, valga la advertencia, para que no digas luego que te mandé más ciego que un murciélago.

Si después de la media noche, cerca del antiguo Banco de Descuento, recoges a un caballero antiguo que te pide que lo lleves al cementerio, no le cobres el pasaje, solo despídete de él diciendo “Buenas noches señor Presidente” y mete el acelerador hasta el fondo. ¡Te aseguro que después de esta noche vas a creer hasta en Sansón melena!

Y soltando una carcajada le entregó las llaves del vehículo y empujó la puerta del carro haciendo chirriar los goznes.

Ramón se marchó pensando que las idioteces de su amigo eran solo eso, o alguna broma de taxistas.

Hizo cuatro carreras entre las siete y la una, era una madrugada productiva y Ramón pensaba no terminar el recorrido sino regresar a su casa a eso de las tres para dormir algo antes de la jornada en el bus que comenzaba a las seis. Luego pensó que si toda la noche era así de fructífera bien podía sacrificarse el resto de ella y faltar al otro trabajo y continuó con el recorrido.

A eso de la una y media pasó por Illingworth y Malecón y un caballero con un portafolios lo hizo parar.

¡Al Cementerio General por favor!

Y dicho esto se embarcó en la parte de atrás.

El hombre era chapado a la antigua, muy gentil, amable y conversador. Un intelectual. Durante el recorrido charlaron sobre la situación económica del país y de los gobiernos de antaño y, por supuesto, de la época de Eloy Alfaro. Eran tantos los detalles con que pintaba las escenas que parecía que él mismo las hubiese vivido. A Ramón le intrigó de pronto por qué un caballero como él quisiese ir a esas horas al cementerio y se lo preguntó:

¿Oiga míster? ¿Y para que quiere ir a estas horas por “la casa blanca”? ¡Esa zona es muy peligrosa!

No se preocupe, - le dijo- ¡Yo vivo allí!

Ramón imaginó que el ilustrado pasajero vivía muy cerca del panteón, de pronto en alguna de las casonas de la antigua “calle de los lamentos” como se llamaba a esa vía por estar ubicados en seguidilla, la primera iglesia de la ciudad, el Hospital, la cárcel municipal y la última morada. A lo mejor el hombre vivía en alguna callejuela de esas cercanas al panteón, que al no tener nombre, hacía que los moradores tomaran a éste como referencia para ubicar a los conductores.

De pronto, sin saber porqué exactamente, recordó como en un sueño la advertencia del dueño del taxi.

...Si después de las doce recoges a un caballero que te pide que lo lleves al cementerio, no le cobres el pasaje solo despídete de él diciendo, “Buenas noches señor Presidente”.

La sangre helada pasó por sus venas temblorosas. Ya casi terminaba el recorrido y la conversación seguía fluida, hasta que de pronto llegaron a la puerta siete del cementerio…

¿Cuanto le debo? – preguntó el ilustrado y docto caballero. –

Y Ramón dudó un poco antes de responder:

¡Buenas Noches Señor Presidente!

El hombre le hizo una venia con la cabeza y se bajó del carro encaminándose hasta la puerta del cementerio, Ramón lo miró fijamente con curiosidad hasta que al llegar a las rejas de la entrada, el hombre lo regresó a ver, lo saludó y se evaporó.

Más blanco que la luna Ramón se bajó del taxi y lo buscó con la mirada, de pronto un patrullero se detuvo y se le acercó:

¿Qué le pasa amigo?

Ramón no podía ni hablar, estaba muy asustado, el patrullero, un viejo con algo de experiencia le preguntó:

¿No me digas que trajiste un pasajero hasta aquí? ¿Un viejito con un maletín y un sombrero alto?

¡Si! - respondió el taxista.- ¡Y se metió al cementerio!

El agente no podía ni hablar porque la risa no lo dejaba, mientras Ramón no sabía ni como explicar lo inexplicable.

¡De verdad! ¡Yo lo vi en la puerta y después ya no lo vi, no estoy borracho! ¡Se lo juro!

De pronto el agente recuperó el aliento. - Te creo, te creo. Ya ha pasado antes, yo cubro esta ruta en las noches ya más de cuatro años y he escuchado esa historia miles de veces. Ven acá, te voy a mostrar algo…

Y ambos se encaminaron hasta el portón…

Me dijo que aquí vivía, pero yo pensé que era una broma o que vivía en una casa de las cercanías. Dijo Ramón.-

El no te mintió, aquí vive…

El agente sacó una linterna y metió las manos entre las rejas, la débil luz quebrantó la oscuridad y ante los ojos de Ramón apareció un hermoso mausoleo, magnífico, bordeado de palmeras y en medio de él un cofre muy grande.

¡Esa es su casa! – Dijo el agente-

Pe… pero esa es una tumba…

¡Si! ¡Es la tumba de Don Emilio Estrada! ¡Tuviste el honor de traer al Presidente a su casa!

Ramón lo miró con incredulidad.

Luego el agente iluminó el enorme candado que cerraba la puerta.

A ver sabelotodo… ¿Cómo pudo haberse metido por aquí? ¡Dime!

Ramón tomó el candado entre sus manos y guardó silencio mientras el agente se alejaba con un aire triunfante mascullando entre dientes...

¡Vámonos! ¡No sea que le den ganar de salir a pasear otra vez!

Ramón soltó el candado y corrió detrás del agente, se subió en su taxi y rápidamente puso marcha a la casa del burlón a buscar la explicación del asunto. Después de la carcajada el amigo le echó el cuento completo:

Víctor Emilio Estrada Carmona fue presidente de los ecuatorianos por un breve lapso, a pesar de esto la historia lo registra como un hombre sin tacha, un gobernante digno que reunía todas las condiciones para ser un mandatario de primer orden: honrado, circunspecto e influyente en las decisiones del General Alfaro. Hizo concebir fundadas esperanzas en toda la nación, pues fue un defensor de las libertades públicas y jamás se aprovechó de las ventajas que le proporcionaba la política. Desgraciadamente padecía de una lesión cardiaca que le fue descubierta por el doctor Párker, al conocer esta dolencia el General Alfaro le solicitó que renunciara a sus aspiraciones presidenciales, pues consideraba que esta afección le impediría ejercer el poder de una manera adecuada. Estrada se negó y en su respaldo se produjo una reacción política y militar que culminó el 11 de Agosto de 1911 con la caída de Alfaro pocos días antes de terminar su segundo período presidencial. Estrada asumió la presidencia el 1 de Septiembre y terminó como estaba previsto, tempranamente a los 56 años, el 21 de Diciembre de 1911, en Guayaquil, cuando aún no había podido saborear completamente las mieles del triunfo. Estuvo en el poder tres meses y veinte días.

Tuvo participación en muchos negocios, uno de ellos fue el de gerente del desaparecido “Banco de Descuento” situado en Illingworth y Chile, desde donde todos los días tomaba un taxi que lo llevaba a su hogar. Muchos años después de muerto se hizo popular esta leyenda entre los choferes que recorrían la zona del centro por donde estaba el antiguo Banco:

- Quien recorriera pasadas la media noche las calles Illingworth y Chile se encontraba de pronto con un gentil caballero vestido a la antigua, barbado, con lentes angostos y un gran portafolios negro que le hacía parar. Saludaba cordialmente y pedía que lo llevaran a la puerta siete del cementerio. Sin preguntar el valor del pasaje se subía a la parte de atrás. Todo transcurría normalmente, el amable pasajero preguntaba al taxista sobre su trabajo y entre sus temas favoritos estaban la política, las obras y problemas sociales, y claro, la feroz crítica hacia sus opositores, además era gran conocedor de la historia del país. Al llegar al cementerio el hidalgo pasajero preguntaba la tarifa a lo que el chofer solo debía contestar: ¡Buenas noches señor Presidente! Para que el muerto se vaya tranquilo y se meta en su fosa sin más problemas. No había que temer porque si bien era un muerto no era problemático ni espantador, parecía que ni siquiera estuviera enterado de que estaba muerto. Su desaparición fue tan abrupta que se quedó con ganas de hacer cosas buenas por el país, su alma no aceptó nunca el final que tuvo y vaga por la madrugada haciendo su viejo recorrido desde su trabajo hasta su “casa”-.

Mónica Carriel Gómez
Tomado del libro “Cuentos del chofer y la lavandera”.




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