sábado, 7 de septiembre de 2013

CUENTO EL MATAPALO Y LA LEYENDA DE LOS ORTIZ


Mucho antes que el sol torne dorados los maizales y que los gallos se suban a los platanales para anunciar con cantos el nuevo día, la vieja hacienda de los Riera se invadía del olor a canela y naranjilla de la colada de la abuela, el aroma revoloteaba entre las matas de albahaca despertando a los animales y despabilando por completo a los peones que se alistaban para marcharse a las faenas del campo.

La casa donde me crié podría parecer, para cualquiera, un simple rancho en el campo lleno de las costumbres de los montubios que la habitaban y de los cuentos que inventaban las viejas frente al fogón y la olla hervidora de ropa; pero para mi, esa vieja casona, era el lugar más acogedor del mundo. Todo en ella, por más sencillo que fuera, me agradaba; la sinfonía de grillos que alegraban las noches con sus conciertos infinitos, los animales del monte que nos observaban curiosos desde las sombras, los dulces cañaverales y la musicalidad con que ondeaban al viento las matas de choclo, pero lo que la hacía realmente especial era la presencia de Pancho "el espantapájaros".

Pancho tenía un aspecto hosco que provocaba extrañas sensaciones. Largo y escurrido como una espiga de arroz, como un junco seco, encorvado; con una barba entrecana que le llegaba al cuello y con un sombrero de ala ancha tapándole las espesas y desordenadas cejas, caminaba lentamente llevando recostada en el hombro su vieja escopeta y un interminable cigarro hecho de puro tabaco arrancado al paso, con el que apenas calmaba el vicio culpable que su piel tuviera cada día más olor de estar quemándose por dentro. Sus torcidas canillas cubiertas por unas largas botas de cuero llevadas siempre por fuera del pantalón, daban la impresión de que anduviera montado en algún caballo invisible; con el machete en el cinto y la camisa amarrada en la cintura pa´ que no estorbe, deambulaba por los maizales espantando a los mañosos que hurtaban las mazorcas en tiempos de cosecha.

Era todo un personaje el protagonista de la mayoría de cuentos que inventaba a diario la campesina chiquillería atrevida; era un filósofo, un científico empírico, un poeta frustrado, un cómico vagabundo, un contador de historias locuaz, el mejor de los magos y el más divertido de los amigos, Pancho "el espantapájaros" era mi abuelo.

Su basta descendencia creció en la finca Riera, oyendo al abuelo negro cantar música africana con tambores y timbales mientras la abuela blanca, más rubia que el trigal, entonaba hermosas melodías en francés aprendidas de sus padres. Y es que ella era el fruto de una adinerada familia Europea que había emigrado al país a finales del siglo XIX. Empeñados en que sus tres descendientes no se fijaran en cualquier aborigen de la nueva tierra, los mantuvieron siempre alejados de los realengos, pero inútil fue tratar que la niña María se separe del peón negro que le endulzaba la oreja entre las matas de yerba buena, sembradas en el borde de su ventana y que terminó robándosela una noche de luna llena, así como también fueron inútiles las súplicas de los padres para que volviera. María se olvidó pronto de su ilustre abolengo y de sus finas raíces, agachada en el fogón moviendo la colada o preparando la comida de los puercos parecía una montubia nacida en cualquier parcela entre el monte y la maleza, lo único que conservaba de su antigua vida, eran los cantos en francés que entonaba de vez en cuando y que hacían que los animalitos se acercaran a ella como consolándola por la tristeza que le provocaban sus recuerdos.

Tenía mi abuela muchas manías aprendidas de los campesinos montubios, pero unas de las más férreas eran las supersticiones. Cuando el viento soplaba ponía a hervir canela y yerba buena para espantar los malos espíritus que trajera el ventarrón y cuando llovía a cántaros cocinaba un manojo de albahaca y un puñado de arroz en cáscara para que la lluvia cesara sin ocasionar daño a las cosechas, pero cada vez que encendía una vela o conversaba con algún espíritu, mi abuelo la reprendía, le apagaba las veladoras y le escondía los santos mientras le preparaba alguno de sus brebajes para asegurarse que no fuera a perder la poca cordura que le quedaba.

Era normal que siendo mi abuelo el capataz de la hacienda, se mantuviera, en ocasiones, ocupado en alguna faena agrícola que lo alejaba de la casa, pero ella siempre sabía que otras “faenas” pudieron entretenerlo por ahí, entonces ponía a San Antonio parado de cabeza, guindado dentro del guarda-frío y el santo, tan solícito como era en esos menesteres, siempre cumplió la súplicas, mas una noche de frío invierno, en que la lluvia no cesaba ni con albahaca ni con arroz “el espantapájaros” no regresó.

Lo esperamos toda la noche mientras la abuela, sentada en su mecedora en el patio, no alejaba la vista del camino de la ciénaga por donde se había marchado.

Tres días aguardamos por su regreso, tres días se pudrió la comida servida en la mesa de tronco de nogal y tres días le duró a la abuela la paciencia, al final del tercero, cuando la lluvia y el viento volvieron a cabalgar impetuosos por los sembríos, ella se levantó de su silla y entró en la casa deshecha en llanto.

-¡Lo mataron los Ortiz! -Gritó- ¡A mi negro lo mataron los malditos Ortiz!-

Caminó hasta el fogón, tomó la olla de los sortilegios con sus manos desnudas y la volcó en las brazas, luego corrió hasta su cuarto seguida de sus hijas y sus nietas con las que se encerró en un rezo perpetuo.

Los que estábamos reunidos en torno a la mesa nos quedamos petrificados.

¿Habría alguien traído la noticia? O peor aún... sus despojos... pero no, era sólo un mal augurio, aunque viniendo de Doña María bien podía tratarse de un certero presentimiento de muerte. Guardamos la compostura y nos mantuvimos en medio de un silencio sepulcral, sumidos en nuestros más profundos pensamientos, hasta que Francisco, uno de los nietos mozuelos que había llegado conmigo de la capital después de años de ausencia, lo rompió con una pregunta que parecía sencilla, pero que en el fondo no lo era tanto.

-¿Quiénes son los Ortiz?

Lo miramos asustados, pero nadie se atrevió a contestar recordando una antigua prohibición de la abuela, hasta que Severo, segundo al mando de la hacienda y entre los peones el más rudo y tosco contestó.

-¡Son ros muertos der Mataparo!-

- Hace años los dos marvados hermanos se retaron por er amor de una mujer y terminaron despedazándose, desde entonces, cada vez que hay tormenta se escuchan ros machetes de ros Ortiz azotando er tronco der árbor en donde murieron. -

En ese momento, tres golpes secos retumbaron en la distancia, nos levantamos de la mesa mirando hacia la puerta con los dientes apretados, los puños cerrados y conteniendo el aliento. Fue entonces cuando, como movido por un resorte me negué a seguir prolongando aquellas teorías insulsas con las que había crecido y ante el asombro de todos, me puse las botas y el impermeable, me coloqué el machete en el cinto y abrí la puerta disponiéndome a salir…

-¡No tenemos por qué dar al abuelo por muerto, seguro está por allí entretenido en algún follón o en algún velorio!-

- ¿A onde va er patrón? –Pregunto Severo.- Acuérdese que son muchos ros que han ido y nunca vorvieron…

Lo miré con más lástima que coraje.

-¡Voy a buscar al abuelo y lo voy a traer vivo, a él y a tus malditos Ortiz!
Todos me miraron fijamente, unos con miedo y otros con la pena de quien se despide de alguien que nunca volverá a ver, pero nadie dijo nada, finalmente salí de la casa y en medio de la lluvia y el frío tome el camino de la ciénaga y me interné por el estrecho sendero que me conducía al árbol madre.
Caminando por horas, chacoteando el agua de los charcos y cortando el monte con el machete, recordaba mis andanzas con “el espantapájaros” cuando era un mocoso... Me llevaba corriendo por las plantaciones, montado en su espalda o a horcajadas sobre sus hombros, haciéndome creer que galopaba en algún mágico caballo de ébano; me dormía haciéndome hamacas con los bejucos de los troncos y me asombraba sacándome granos de café de las orejas cuando lloraba. Iluminado débilmente por la luna y tratando de escuchar, a través de la lluvia, algo que me guiara por el camino, llegué a un tramo donde el sendero era cortado por otro, me detuve, miré por unos minutos, a lo lejos, el sendero por donde venía y lo ví terminar en un caserío, entonces regresé la vista al otro camino, de pronto cayó del cielo una detonación estruendosa que parecía haber partido el cielo en dos y en medio de los destellos luminosos de la tormenta descubrí al matapalo, que imponente, se levantaba al final del sendero aparecido.

Respiré profundo, sostuve fuerte el machete y avancé entre las matas, el viento comenzó a soplar con fuerza y a silbar a su paso moviendo los árboles y los arbustos, escuché a lo lejos los golpes secos, que se confundían con los sonidos de la tormenta, me detuve y recordé la leyenda que desde hace mucho tiempo atrás se contaba en la comarca:

Los Ortiz” era una familia de ocho hermanos varones a los que solo les sobrevivía la madre. Violentos y desalmados, cualquier montubio machuco sentía la sangre en los pies cuando alguno de ellos osaba poner sus ojos en alguna de sus hijas; pero la niña Rocío, un ángel de bondad y ternura, conquistó el duro corazón de los dos mayores. Por mucho tiempo la cortejaron con buenas intenciones, pero como la niña no se decidía por ninguno, Favio, el más malo, se robó a Rocío y la violó en el monte cerca del río, días después descubrieron el cadáver de la niña entre los matorrales, la montubiada enardecida los buscó sin suerte. César, el otro hermano pretendiente siguió como bestia de caza por meses el rastro de Favio hasta que lo encontró, monte adentro, envuelto en sus miserias y viviendo como un animal, debajo del frondoso árbol, allí mismo, como fieros enemigos, los rivales se descuartizaron tiñendo de rojo el tronco y las raíces del matapalo.
Los cañonazos de los golpes secos, mucho más fuertes que antes, me trajeron nuevamente al presente en donde continuaba parado sin lograr moverme, de pronto, un rayo cayó muy cerca de mi obligándome a despabilarme por completo y a continuar mi camino. Seguí por el sendero serpenteante, los golpes se escuchaban ahora como verdaderas detonaciones que se disparaban muy cerca de mis oídos. Avancé más hasta que me encontré con el descomunal fantasma de madera. Contemplé por un minuto su monstruoso tamaño y volví a escuchar los fantasmagóricos golpes, busqué por los alrededores apoyándome en el tronco, cuando el espantoso ruido hizo su aparición nuevamente, pude sentir como el árbol cimbraba con cada una, entonces comencé a trepar agarrándome fuertemente de las ramas, había subido casi cuatro metros cuando de pronto me quede perplejo y sin aliento, ante mis ojos aparecieron por fin quienes por muchos años habían provocado el miedo de la gente y las plegarias de las viejas... ¡Los malditos Ortiz!

Furioso tomé mi machete del cinto y corte los bejucos, que enredados entre si, habían desarrollado en los extremos unas duras estopas que le colgaban como descomunales aretes al matapalo y que cuando el viento soplaba, azotaba con fuerza, eso, sumado al eco natural y a la lluvia provocaban que los macabros sonidos se extendieran, apareciendo así los “machetazos” que alimentaban la famosa leyenda.

Cuando me bajé del árbol la lluvia casi había cesado y la tenue luz del alba se apoderaba de la naturaleza en torno, recogí las estopas y los bejucos pensando llevarlos como trofeo y me dispuse a marcharme, casi había olvidado al abuelo, cuando una mano morena y mas añosa que el mismo tronco del árbol me agarró por el hombro obligándome a voltear.

-Eso mismo quería hacer este viejo… -dijo el espantapájaros- …Pero me caí y me astillé la mardita pata.-

Reímos a carcajadas por varios minutos, luego lo cargué en mi espalda como hacía él cuando yo era pequeño y nos alejamos por el sendero de la ciénaga. Nunca supe que se hicieron las estopas y los bejucos, pero mi mayor premio fue no volver a escuchar los machetes de los malditos Ortiz, aunque algunas veces, cuando hay luna llena, hay quien dice que se puede escuchar a la dulce niña Rocío cantando cerca del río y hay también quien dice que la ha visto volar con alas de ángel.

Mónica Carriel Gómez 
Tomado de “Cuentos del chofer y la lavandera”


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