martes, 10 de septiembre de 2013

NOVELA CORTA "MURMULLOS" ENSAYO (PRIMERA PARTE)



I
El resplandor del atardecer se filtraba por los minúsculos agujeros de la pared de ladrillo, aún sin terminar. Al principio, Silvia creyó que eran estrellas los puntos luminosos que destellaban frente a ella, pero luego se dio cuenta que estaba tirada en el piso de su propia casa, en las baldosas traslúcidas de la cocina y junto al tacho de basura. Intentó abrir completamente los ojos, pero un fuerte dolor de cabeza la hizo llevar la mano al rostro para cubrirlos. Un profundo olor a ron la invadía, pensó que era el ambiente, luego notó que ella misma lo emanaba de su ropa. Un humo negrusco provenía del fogón así que se levantó despacio y apagó las hornillas que consumían lo poco que quedaba del almuerzo. Miró el reloj colgado sobre la pared de la chimenea, eran casi las seis de la tarde.
Las piernas le temblaban, pero como pudo avanzó al baño. No recordaba nada de quince minutos atrás, aunque ubicaba perfectamente lo ocurrido esa mañana; lentamente trató de repasarlo mientras el agua tibia le reanimaba los músculos de su débil cuerpo. Se había levantado temprano, como todos los días, despertó a Will con un beso y a su hijo con caricias, hizo el desayuno, sirvió café a su esposo, jugo de naranja a Jhon y puso dos tabletas de vitaminas al lado de cada uno. Luego, tomó las llaves del auto y todos salieron. Ella condujo. Dejó a Will en el trabajo y a Jhon en el colegio. Fue al mercado; compró pescado, especias, legumbres y frutas. A las diez de la mañana regresó a la casa y se puso a cocinar, montaba las ollas cuando la distrajo el teléfono. Entonces notó que no recordaba nada más, solo murmullos incesantes que taladraban su cerebro abrumándola más en la confusión. Revisó la ropa que se había sacado y que aún estaba tirada en el piso del baño, pensó que tal vez encontraría una respuesta que le aclarara en algo lo que le estaba ocurriendo, extrajo un pequeño recibo arrugado y húmedo del bolsillo del pantalón: “Motel Río Bravo ¡Su placer es el nuestro!” Cayó de rodillas en el piso de la tina, su rostro desdibujado por la vergüenza se bañó en lágrimas; trató de ubicar los recuerdos de aquello que tanto temía, pero ninguno acudió a su mente.
II

La comandancia era un hervidero de gente esa mañana. Abogados, patrulleros en relevo de guardias, empleados de la fiscalía y familiares que pugnaban por ver a sus presos demostraban que la fría ciudad no se daba abasto con los criminales. En medio de la agitada oficina un hombre de mediana edad vestido como camionero, con rostro plano, nariz chata y grandes gafas escuchaba una mala noticia por parte del inspector Malloy: “Fuimos al motel Río Bravo llevando una foto de tu mujer Will... – dijo el hombre de ley en tono grave– Pero el dueño y varios testigos nos dijeron que había llegado cerca del medio día con un hombre alto; y que entre ellos no se vio el menor indicio de que hubiese entrado por la fuerza... Creo que será mejor que hables con Silvia y resuelvas este problema en casa amigo”.
El rudo hombre se limpió las lágrimas de indignación del rostro y sin pronunciar palabra se marchó de la comandancia mientras el Inspector lo obsequió con una mirada indulgente. Malloy se guardó el resto de información del motelero, no quiso decirle que ese día había entrado varias veces con individuos diferentes y menos que era lo que ellos llamaban “una clienta habitual”; para un hombre que amaba a su mujer como lo hacía William el solo hecho de descubrir que había entrado con uno ya era suficiente como para dejarlo sin corazón.
Will salió del edificio y subió a su camioneta, se quedó mirando una foto de su mujer que colgaba del retrovisor y golpeó fuertemente el volante con sus toscas manos. No entendía como había podido creer en ella, talvez por sus grandes ojos tiernos y su mirada sin mácula. Manejó por la carretera que lo conducía a casa y recordó de pronto cuando estando recién casados compraron la vivienda. Silvia se había enamorado de la construcción que estaba rodeada de violetas y pensamientos y William la adquirió sin replicar en el precio. Eran el matrimonio perfecto, ella, aunque tímida e insegura, era dulce y estaba llena de amor por su esposo; él, un seminarista retirado que había claudicado a su fe por un amor diferente al de Dios, talvez terrestre, mundano y mortal, pero igual de divino. Recordaba algo que ella le había dicho cuando se conocieron en aquel café universitario: ¡Tu podrías enseñarle a cualquiera a ser bueno! Y con esa sencillez lo conquistó, dos meses después Will dejaba el seminario para entrar en una iglesia de una forma diferente a la que había imaginado, de la mano de su futura esposa. Quedó embarazada casi enseguida y nueve meses después nació Jhon con su mismo rostro de lirio pálido.
Habían tenido diecisiete años de matrimonio feliz y pleno en todos los aspectos. Silvia era una mujer sensible, tierna, comprensiva y hacendosa, Will nunca tuvo queja alguna. A medida que iba saliendo de la ciudad y pensaba en su forma de ser, en como lo despertaba por las mañanas, en su ternura infinita, en su manera de atender a Jhon, en su delicadeza. Fue entonces cuando lo atacó la duda: ¿Y si no era culpable? ¿Y si realmente no recordaba como había llegado hasta allí? Entonces no tardó mucho en disculparla. ¡Es que no podía ser que actuara con tanta hipocresía! ¿Cómo podría existir perversidad y malicia en un ser como ella? ¡No! ¡No en la dulce Silvia! Debía ser inocente sin duda, - ¡Sí! - definitivamente debía serlo. Dio vuelta por una abertura en el camino que lo condujo hasta un claro entre los árboles en donde estaba la casa y parqueó junto a las violetas recién abiertas.
Entró por la cocina, la halló desierta y aunque la radio encendida y la cafetera silbando en la lumbre revelaba la presencia de su mujer, no pudo encontrarla por ningún lado. Revisó el garaje, la salita de lectura, el jardín y el comedor. Subió y echó un vistazo en los baños y en el cuarto de Jhon. Avanzó hasta la habitación matrimonial, algo lo detuvo un instante, un frío que lo espeluznó, pero finalmente entró abriendo la puerta de par en par, allí encontró a su ángel, tendida en el piso, envuelta en un charco de sangre que salía de sus muñecas, inconsciente y muy débil, pero aún con vida. La tortura apenas empezaba.
III
Casi podía olerse la madera de nogal del viejo escritorio. Sobre el noble mueble había fotos y recuerdos de los pacientes restablecidos. Una pared con dibujos infantiles delicadamente enmarcados y un anaquel con fotografías antiguas le daban un aire casero al entorno, aunque no lograban alejar al visitante de la sensación de estar en un consultorio médico.
Daniel Harper era un hombre de rostro apacible y mirada franca, trataba siempre de ganarse la confianza de sus pacientes antes de intentar cualquier acercamiento en calidad de médico. Detestaba comenzar una sesión con el cliché: “Pase y recuéstese por favor”, prefería las terapias iniciadas con una taza de café y una conversación sincera en un lugar alejado del diván.
Recordaba la primera vez que Iris cruzó la puerta del salón de espera y entró en su consultorio acompañada de su tío Will. Era tan pura, tan inocente. Tenía la piel sedosa y la figura como de espiga de arroz; sonrisa clara como de agua de manantial y los ojos de un vivo color aceituna, pero su rostro, era el de la tragedia.
El Dr. Harper tenía ya algo de experiencia con ese tipo de casos, aunque nunca se había enfrentado a un reto como el que representaba la pequeña Iris.
La criatura sufría de lagunas mentales, una condición muy seria para su edad. Muy a menudo se encontraba en lugares desconocidos con gente extraña sin el más mínimo recuerdo de cómo había llegado hasta allí. En todas las ocasiones en que aquello le había ocurrido sólo recordaba unos extraños murmullos que creía haber escuchado minutos antes de perder la conciencia.
El médico vestía su uniforme fresa con dibujos de dinosaurios, aquel que usaba cuando la niña llegaba. La pequeña lo hacía reír, a menudo jugaban damas chinas o monopolio mientras sostenían largas pláticas; eso cuando tenía ganas de jugar porque a veces llegaba triste y simplemente se sentaba a ver correr la lluvia por los cristales. Decía que los días nublados la ponían melancólica.
Harper sabía ya que la niña tenía diez años, que había asistido a una estricta escuela católica de un poblado cercano y que antes de llegar con Will había vivido con su madre y su padrastro, un capitán de barco retirado, profuso bebedor y padre de dos hijos que se había casado con la viuda cuando Iris contaba con cinco años. Ella preguntaba constantemente por el tío Will, ignoraba por qué ahora vivía con él aunque estaba claro que no era su padrastro. - ¡Jesús! - ¡Menos mal que no lo era!- Sus días de visita, siempre repentinos eran impredecibles; bien podían terminar con un juego de mesa o con una revelación terrible de los secretos que ocultaba en lo más profundo de su mente.
  • ¿Qué dicen los murmullos Iris? – Preguntó el médico.
  • ¡No quiero ir! - respondió la niña.- ¡Váyanse! ¡Váyanse!
El temor reflejado en el rostro y la voz temerosa de la criatura hicieron que el médico se estremeciera en su silla, entonces decidió sacarla de la hipnosis.
- Uno, dos y tres. Un leve chasquido le hizo abrir los ojos húmedos.
Ella abrazó a su doctor que la consoló tiernamente, pasando con dulzura la mano por sus cabellos rubios.
  • Ya pasó... ya pasó... estás a salvo conmigo...
Un poco más recuperada pasó su manito por los ojos secándose el rostro, el médico la interrogó.
  • ¿Te sientes mejor?
  • Si... mejor... – dijo la niña. ¿Por qué estaba llorando?
  • Ya no tiene importancia... ¿Quieres que el tío Will te lleve a casa?
  • Si... quiero ver a Jhon antes de que se tenga que ir a la cama...
Se bajó del diván y avanzó hasta la puerta que daba a la recepción en donde Will trataba de componer los retazos de su rostro y de comprender aquel panorama confuso en que se había convertido su existencia.
  • ¿Nos vamos tío Will? – dijo la conocida voz infantil.-
Will observó al médico que hizo un ademán de aprobación antes de contestar.
  • Si mi amor, sigue que enseguida salgo...
La niña salió del consultorio aún triste, sin embargo, no olvidó lanzar un beso al médico antes de salir y despedirse de la enfermera. Los hombres la vieron marcharse.
- ¿Se siente usted bien? – preguntó el doctor al hombre - Le puedo recetar un medicamento si desea.
  • No doctor, con lo que está haciendo por nosotros es suficiente. Gracias.
Will salió cabizbajo y meditabundo arrastrando su pesar como un fantasma carga con sus cadenas eternamente, como un condenado a muerte, trastornado y lánguido, dobló la esquina del recibidor y desapareció por el pasillo.
IV
Silvia, ya más restablecida, cambiaba los vendajes de sus muñecas en la salita de lectura, había estado tranquila toda la tarde. Su día había sido el acostumbrado, dejar a su marido en el trabajo y a su hijo en la escuela, las compras, la comida, el arreglo de la casa, lo único diferente fue que debió atender al hombre que terminaba de enlucir la pared de la cocina, pero hasta esa pequeña visita le había hecho bien. Eran las tres, Jhon estaba a punto de llegar de la casa de un amigo de la escuela. Silvia recordó que aún le faltaba el aderezo de la ensalada que tanto le gustaba a su hijo y se apresuró a terminar para salir un instante a la tienda, casi finalizaba cuando escuchó un grito que provenía de la cocina.
  • ¡Mamá! ¡Maaaamááá!
Corrió desbocada ante la voz desesperada de su hijo que parecía predecir una tragedia y en un instante estuvo parada frente al chico que observaba un montón de platos rotos en el suelo recién pulido.
  • ¡Jhon! ¿Por qué has hecho esto?
  • ¡Pero si yo no fui mamá!
  • Entonces a lo mejor fui yo... ¿verdad? ¡No mientas!
  • ¡Pero mamá...!
  • ¡A tu cuarto! ¡Te quedarás allí hasta que llegue tu padre!
El muchacho avanzó con aire de resignación y subió las escaleras. Silvia disponía de una gran bolsa para guardar los desperdicios a los que había quedado reducida su mejor vajilla cuando se escuchó el portazo del cuarto de Jhon. Y pensar que hasta le había dado permiso para ir a la casa de un compañero del colegio aún en contra de las órdenes de Will. ¿Pero qué le estaba pasando?
¡Habrá que corregirlo! – pensó- ¿Y quién mejor que su padre para hacerlo? Si, hablaría con él y le contaría lo ocurrido con los platos.
V
El amanecer dejaba entrar la luz por las ventanas del piso superior de la casa, por detrás de las colinas, el disco inflamado hacía su aparición apoderándose del cielo. Will se asomó y observó las violetas.
  • No abras la ventana todavía... - Dijo susurrante una voz femenina.
Rebecca, acostada en la cama, al lado de la ventana, trataba de despojarlo de sus pijamas.
  • Jhon tiene que ir a la escuela... – dijo él en tono leve-
  • No, no... dale dinero al chico y que trague en la puta escuela... ¿Por qué no vienes acá y nos quedamos todo el día entre las sábanas?
Ella lo tumbó en la cama boca arriba y lo montó con pericia.
  • ¡¡¡¡Yo puedo darte lo que la imbécil de tu mujer no te da!!!!
Y se dejó acariciar por aquella extraña que descubrió en su cama esa mañana, hasta que el recuerdo de su mujer lo hizo reaccionar intempestivamente.
  • ¡No! ¡Te lo he dicho mil veces! ¡No me gusta que hables de ese modo! Jhon está teniendo problemas en clases, ayer me llamó la directora... ¿Hablaron contigo?
La mujer rió a carcajadas mientras tomaba un cigarrillo de la mesa de noche de Will.
  • No... a lo mejor el tarado de tu hijo está tan loco como la madre...
  • ¡Ella no está loca! ¡Te lo advierto... deja a Silvia en paz!
Will la tumbó en la cama de un manazo y salió del cuarto alejándose por el corredor orquestado por las carcajadas distorsionadas de la mujerzuela y el humo del tabaco que expedía por sus fauces.
Minutos después, Will besaba a su esposa en la frente mientras la suave brisa dejaba entrar el aire perfumado de violetas por la ventana de la sala.

VI
El atardecer caía en el campo y el aire empezaba a enfriar, Jhon, de pie en la puerta, bebía un sorbo de café mientras observaba a la joven juguetear divertidamente. Se enredó en el suéter de mullida lana azul antes de acercarse. Estaba alto... era casi un hombre cuando descubrió a la extraña joven que se columpiaba en la entrada de su casa.
- ¡Yo rompí los platos! - Dijo ella cuando lo vio acercarse.
El chico la observó por algunos minutos.
Movía las piernas como una chiquilla, perdía la mirada de vez en cuando entre los árboles como buscando alguna ardilla traviesa y se mordía las uñas de la mano izquierda. Al final el joven atinó a preguntar algo.
¿Por qué lo hiciste?
Porque tu papá me echó la culpa de haberte dado permiso para que fueras a casa de tus amigos luego del colegio.
Pero si tu...
Fue Silvia, ya lo sé... – interrumpió ella.- ¡Pero fue más fácil echarme la culpa! ¡¡Estoy harta de que me culpen de todo lo que ocurre!!
Jhon bebió un largo sorbo de café. - ¿Quién eres? – preguntó algo confundido.-
- Cindy -
¿Y dónde está mi mamá, Cindy?
Adentro, con las demás... ellas no quieren que salga... – susurró en secreto.-
¡¿Ellas?!
Shuuu... son muchas... muchas... hay que tener cuidado... no debemos hacer ruido, si Olga nos escucha... podría matarla o esconderla y nunca más volverías a verla...
¿Quién es Olga? – preguntó el joven.
¡Ella es mala! – respondió.-
¿Le contarás a mi padre lo de los platos? Él cree que fui yo...
¡No lo haré... que te culpe igual que me culparon a mí!
¿Quién te culpó?
Todos... mis maestros... la hermana Azucena... ella siempre dice que yo soy la culpable de todo... hasta de... guardó silencio un minuto mientras reproducía alguna imagen congelada en algún resquicio de su memoria.
¿De qué? – dijo Jhon intrigado.-
Y observó las primeras lágrimas aparecer en el horizonte de sus ojos verdes. Sintió deseos de consolarla, dejó la taza en la escalera y la abrazó fuertemente, ella sintió sus firmes brazos y correspondió. Se parecía tanto a su padre.
Pero abruptamente se rompió el contacto y lo apartó con tanta violencia que casi lo tiró cerca de la escalera. Cindy se llevó las manos a la cabeza mientras gritaba desesperada.
¡Diles que se callen!
¿A quiénes? – preguntó el joven.-
¡A los murmullos! - No... no quiero ir con ustedes... ¡váyanse! ¡Váyanse!
Y la muchacha desapareció por la puerta de entrada de la casa tumbando la taza de café que se estrelló contra el piso manchando algunos pensamientos.

VII
¡Ella no vendrá! –
Dijo la anciana sentada en el enorme diván de cuero rojo del consultorio y sosteniendo las manos en actitud de oración.
¿Por qué? - Preguntó el médico.-
Ave María purísima... No lo sé, pero no quiso y quizás sea mejor así... ese demonio... ¡Jesucristo! – le tememos muchísimo.
¿Quiénes le temen?
¡Todas! ¡Cada una!
Está bien... – dijo el médico- Soy el doctor Harper... ¿Cuál es su nombre?
Soy la madre Azucena, del Convento de las Madres Conceptas del Sagrado Corazón de María.-
- Es un placer conocerla hermana... dígame, ¿Cuántos años tiene de ordenada?
- Cuarenta, ingresé jovencita en los caminos del señor, a los 16... supongo que usted es el doctor de quien tanto hablan Iris y Cindy, pero... ¿Para qué busca a Olga?
Deseo conversar con ella...
¡Jesús! ¿No es usted uno de esos amigotes? ¿Esos que la inducen a hacer cosas malas?
¿Cosas malas? - Interrogó el médico.-
Si... Olga hace cosas malas con la pequeña Iris y contra la pobre Silvia... una vez la obligó a... Y la hermana se detuvo de inmediato, como recordando alguna prohibición de alguien a quien temía más que a nada bajo el cielo.
- Oh... no puedo hablar de eso... las culpa de ser débiles, pero si son dos almas de Dios... Iris, por ejemplo, es solo una niña y se asusta de cualquier cosa.
¿De qué cosas se asusta Iris hermana?
¡Le tiene terror a su padre!
¿Al Capitán Morgan?
Si... bueno, él no es su padre es su padrastro... ¿Sabe? Pero él es un hombre bueno, caritativo y creyente en la palabra del señor, pero la niña dice que...
¡Oh no Dios mío! ¿Qué iba a decir? No puede ser... ella es una mentirosa compulsiva... ¿Sabe? Los niños de esa edad a veces se vuelven muy mentirosos y si no los corregimos pronto pueden volverse mitómanos.
¿Pero por qué Iris diría mentiras hermana?
Porque no le gusta su padrastro... El capitán es muy cristiano... muy devoto... ¡No! ...tiene que ser una mentira de Iris, esa pequeña bribona. Le he dicho del pecado, del fuego del infierno...
Y empezó a persignarse en un acto involuntario y mecánico mientras observaba una cruz de madera tallada que exhibía el médico en una pared del consultorio. Le fue necesario a Harper tomarla firmemente por los hombros para hacerla reaccionar.
Hermana... ¡Dígame! – Las palabras del médico alteraron a la mujer.
¡Santo Dios...! ¡Es un buen hombre! ¡No es cierto lo que ella dice!
- Madre... – dijo el médico.- Silvia está enferma y debemos curarla si no lo hacemos morirá... pero antes debo saber que fue lo que la enfermó... ¿Qué hace el Capitán con Iris? ¿Ella se lo ha dicho?
Pero el pensamiento de la hermana estaba lejos ya, susurraba extractos bíblicos, frases salomónicas y textos benditos que la mantenían segura y lejos del mal, a ellos acudía cuando sentía miedo. De pronto se llevó las manos a la cabeza y se estremeció.
¡¡¡¡Allí están otra vez!!!! - Harper la soltó.-
¿Quienes? - Dijo el hombre.- ¡¿Quiénes?!
Los murmullos... - dijo la mujer asustada.- ¡Esos murmullos que vienen cuando otra se acerca...!
Y tronaron con fuerza las palabras de la anciana que imbuida en el gris hábito que le infundían sus creencias recitaba: ¡Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...!

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario